Para mí, el desprecio o indiferencia que el individuo de la sociedad de consumo siente por los valores espirituales es la causa principal del callejón sin salida en que se encuentra el mundo en todos los aspectos esenciales, incluída la problemática económico-financiera que hoy tanto alarma y preocupa al hombre. Epicteto señalaba con plena razón que “ocuparse continuamente del cuerpo constituye un signo de probreza espiritual”. Sin saberlo, el gran estoico estaba exponiendo no solo una tesis de vigencia general, sino anticipando también lo que constituiría uno de los rasgos centrales de la sociedad de consumo del siglo XX, y de principios del XXI, a saber, el culto fetichista que el individuo medio rinde a los ejercicios físicos, al body bulding, a la cirujía estética y a la fittness somática en general y su desinterés por la cultura del alma a la que la Antigüedad clásica adjudicaba tanta importancia. Pero también el entusiasmo desorbitado que despiertan los profesionales del deporte denota el papel preeminente que el mundo del músculo desempeña en la sociedad saturada de hoy. Los nuevos ídolos y héroes de la sociedad no son, como en otros tiempos, quienes hacen algo útil o sublime por la humanidad, sino los que más eficacia demuestran a la hora de batir récords, ganar competiciones y acumular medallas y trofeos, sea brillando en los campos de fútbol, ganando carreras de coches o corriendo por las pistas de atletismo. Es como en la vieja Roma del panem et circenses, con la única diferencia de que los gladiadores de entonces son hoy los futbolistas, atletas y demás héroes deportivos al uso. Léon Bloy supo captar hace ya un siglo lo que el culto al deporte significaba: “Creo firmemente que el deporte es el medio más seguro de producir una generación de tarados y cretinos nefastos”. La gratificación infantilista a los bíceps y la destreza física va unida, por añadidura y por desgracia, a la exaltación de la juventud y el desprecio a las personas mayores, versión burguesa del culto irracional que el fascismo rendía a la fuerza biológica. Lo que Anais Nin consignaba a principios de la década del 40 sobre Norteamérica ha pasado a convertirse en un fenómeno planetario: “América es un país que no ama más que a la juventud y a la inmadurez”.
Es evidente que una civilización que concede tanta importancia a los bienes físicos y materiales es escasamente apta para comprender lo que significa la cultura espiritual y está destinada, por ello, a engendrar un tipo de individuo inclinado a confundir el sentido de la vida con los eslógans y lugares comunes difundidos por los administradores del poder, los grupos de presión, los profesionales de la publicidad, el marketing y las relaciones públicas y los medios de comunicación de masas. Eso explica que la existencia del individuo medio sea hoy un producto de lo que Vance Pacard llamaba hidden persuaders y Jean Braudillard “la tiranía total de la moda”. No deja de ser paradójico que el mismo individuo que tan ufano de su libertad y de su capacidad para afirmar su ego frente a los demás se deje arrebatar tan fácilmente su soberanía propia y acepte ser degradado a mero pelele de la ideología de mercado hoy dominante, una ideología cuya finalidad consiste precisamente en hacer posible la instrumentalización total del ser humano.
La cruzada antimetafísica surge con la pretensión de liberar al hombre de quimeras idealistas como el platonismo y sus sucesores, pero lo que realmente consigue es destotalizar al sujeto y reducirlo a una parte de su identidad. De ahí que la cosmovisión antimetafísica vaya unida a la dessubjetivización del hombre, o lo que es lo mismo, a su subordinación a un imperativo estructural superior a su autoconciencia y su voluntad. Ello significa en último término un empobrecimiento de su condición ontológica, un atentado contra su tendencia genética a la ensoñación y la trascendencia. Los antiguos dictados de la religión o la ética son sustituídos por los dictados del código semántico, la lógica formal, la filosofía analítica, los ejercicios hermenéuticos y la ciencia. De lo que en último término se trata es de que el hombre deje de pensar libremente y quede sometido a la camisa de fuerza de lo que el pensamiento antimetafísico en sus diversas acepciones declara como verdad única. Creer en Dios, en determinados valores eternos o en la autonomía personal constituye un anacronismo incompatible con los resultados infalibles de las ciencias naturales y exactas, la teoría del lenguaje, el estructuralismo, el psicoanálisis o la realidad biológica. No puede sorprender, por ello, que en una de sus cartas a Horkheimer, Adorno definiera el neopositivismo como “la prohibición de pensar” y como una “fetichización de los métodos científicos”.
Lo que la verdad significa pasa, pues, a ser un monopolio de los expertos y especialistas. Quien no tenga acceso a estos conocimientos “superiores” está condenado a vivir en plena ignorancia y sin saber lo que es su verdadera condición. Éste es, en efecto, el corolario que hay que extraer del elitismo epistémico de la nueva intelligentsia. Atreverse a buscar el sentido de la vida propia y de la humanidad en general por otros conductos como el amor al bien, el altruísmo social o la fe religiosa constituye una empresa carente de todo sentido. De ahí que la tarea central de las corrientes del pensamiento antihumanista y postmodernista haya constituído en “destruir” (Heidegger) o “deconstruir” (Derrida) toda la herencia espiritual y ética de la humanidad y sustituirla por una visión de hombre y del mundo basada en sucedáneos de tipo cientificista y tecnocéntrico. Consituye consciente o inconscientemente una invocación al conformismo y a la negación de “la nostalgia de lo completamente distinto” postulada por Max Horkheimer como reacción coherente frente al dominio de la razón instrumental y del irracionalismo del aquí y el ahora.
El mito más extendido de la hora actual es la fetichización del éxito como nueva versión del summum bonum, un fenómeno lógico en un modelo de civilización dominado por el culto burgués a la competencia, a la guerra hobbesiana de todos contra todos, al individualismo posesivo y al afán de botín. En su acepción más vulgar y corriente, el mito hoy predominante significa la posesión y uso de los productos y cachivaches técnicos fabricados y renovados constantemente por los consorcios industriales. La fiebre consumista se ha apoderado totalmente de la vida cotidiana y expulsado de ella modos de ser y de pensar procedentes de épocas menos materialistas que la nuestra, entre ellos la praxis religiosa o la lucha por la utopía social o política, actitudes sustituídas hoy por el más ramplón de los hedonismos. Se trata, pues, de un modelo de autorrealización carente de toda trascendencia cualitativa, y, por tanto, prisionero de la propia inmanencia de la facticidad reinante aquí y ahora.
Extraído de: Heleno Saña. “El camino del bien. Respuesta a un mundo deshumanizado”. Fundación Salvador Seguí Ediciones (CGT), Madrid 2013.
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