"Actualmente todavía persiste una idea muy equivocada acerca de la relación entre economía y política, de tal modo que la segunda es considerada una derivación de la primera, una especie de epifenómeno que es reducido a categorías económicas y en último término dinerarias. La imagen que desde esa perspectiva es dibujada representa el juego político como un mundo dominado por mercados, empresas y bancos que operan a escala mundial y que dan órdenes a los Estados y sus respectivos gobiernos. La economía, entonces, es soberana y con ella los actores antes mencionados al ser los que en teoría la controlan. De todo esto se deduce que el Estado no es otra cosa que una institución que se encarga exclusivamente de velar por los intereses de los empresarios y banqueros, y que el capitalismo como tal se explica únicamente como un sistema socioeconómico cuya única y principal finalidad es la acumulación ilimitada de riquezas por dicha minoría social. El Estado únicamente se ocupa de proteger a dicha minoría para garantizar ese proceso de acumulación, y nada más. Se trata de una perspectiva del Estado y de la relación economía-política que es al mismo tiempo muy liberal y muy marxista.
Pero lo cierto es que las cosas no funcionan como las ideologías, sobre todo algunas ideologías, pretenden. La economía no es ni mucho menos una realidad central y soberana, sino que por el contrario ocupa un lugar subordinado a factores extraeconómicos dentro de un orden más amplio, lo que la convierte en un instrumento y no en un fin en sí mismo. Más bien son determinadas ideologías las que confieren a la economía un papel central en la vida social y política, lo que hace que representen el mundo de un modo en el que lo importante es el dinero, el desarrollo y el crecimiento económicos. Ideologías que, en definitiva, manejan una escala de valores en la que el dinero es un bien supremo porque tienen una concepción burguesa del mundo en la que todo se reduce a dinero y cifras económicas. Como consecuencia de esto todos los esfuerzos convergen en el logro del máximo desarrollo de las fuerzas productivas para conseguir, a su vez, el acaparamiento ilimitado de riquezas como parte de esa obsesión burguesa y decadente de acumular posesiones materiales. El Estado simplemente es el marco general dirigido a hacer posible esa utopía burguesa que es la construcción de una sociedad de consumo máximo e infinitos goces materiales.
Sin embargo, los hechos son muy tozudos y manifiestan una realidad bien distinta de la que las ideologías representan con sus discursos. Así, por ejemplo, cabe destacar una serie de cuestiones decisivas para comprender la posición real que ocupa la economía capitalista en la vida social y política de un país. La primera de todas ellas es que las empresas y bancos dependen del Estado. Sin su protección en la forma de leyes y aparatos represivos del Estado que garantizan la propiedad privada y consecuentemente la acumulación de beneficios no son nada. Sin policía, tribunales, cárceles, burocracia, leyes, etc., el capitalismo no funciona porque su orden social y la estructura de intereses dominante se viene abajo, pues los medios coercitivos son los que fuerzan a la población a someterse a dicho orden social y a trabajar de acuerdo a la forma capitalista de producción. De lo que se deduce que si el capitalismo depende del Estado es imposible que dé órdenes a este último. Asimismo, no es posible el capitalismo sin Estado de igual forma que el Estado es muy anterior al capitalismo. El Estado es, pues, una institución autónoma, por lo que no recibe órdenes sino que las da.
El Estado crea y desarrolla el capitalismo al instituir el interés individual como factor de desarrollo social y económico que moviliza los recursos disponibles en un país. De aquí se deriva el interés del Estado en proteger y favorecer el capitalismo, pues constituye una forma de producción que, al estar impulsada por la búsqueda del máximo beneficio y la acumulación ilimitada de riquezas, provoca el crecimiento económico, lo que se traduce, a su vez, en un aumento de la base tributaria que incrementa drástica y significativamente los ingresos del Estado. El desarrollo de medios de dominación más grandes y caros exige una creciente extracción de recursos en la sociedad, de manera que la forma capitalista de producción es la que, al estar movida por el interés individual, genera el crecimiento y desarrollo económico que permite al Estado costear sus instrumentos de dominación. Por tanto, el Estado protege al capitalismo y a la clase capitalista porque le resulta muy conveniente, y no porque reciba órdenes de estos últimos. Por decirlo de alguna manera el Estado se sirve del capitalismo para conseguir sus propios objetivos, que son garantizar su supervivencia y proteger sus intereses tanto a nivel interno como en el plano internacional.
Por otro lado no hay que olvidar que el Estado, para valerse del capitalismo en la producción de la riqueza de la que se nutre para sostenerse, se encarga de dirigir la economía por medio de leyes, impuestos, organismos supervisores, subvenciones, etc., con las que favorece sus intereses estratégicos. Pero a esto cabe sumar, igualmente, todas las iniciativas que lleva a cabo en el terreno empresarial con sus propias firmas en ámbitos económicos de lo más diversos, sin olvidar, también, el gasto económico a través de sus presupuestos anuales con los que ordena y dirige el conjunto de la economía. Respecto a esto último hay que destacar que los Estados desarrollados del norte acaparan por medio del gasto aproximadamente la mitad del PIB, así como una mano de obra que no es igualada por ninguna compañía del capitalismo privado (3 millones de funcionarios en el caso español). Todo esto demuestra que el Estado es el principal poder económico en la sociedad y que en nada importante depende de las empresas privadas ni de los bancos, siendo su principal fuente de ingresos los impuestos.
Dicho todo esto concluimos que no existe capitalismo sin Estado, pues el capitalismo necesita al Estado que es el que lo protege y reproduce. Además de esto tampoco es posible un anticapitalismo que no sea al mismo tiempo anti-Estado, pues en caso contrario no es sino capitalismo de Estado en contraposición al denominado capitalismo de mercado propugnado por el liberalismo. Esto nos demuestra varias cosas. La primera que el liberalismo y el marxismo son dos caras de la misma moneda. Ambos comparten las mismas metas sobre las que hacen converger todos sus esfuerzos, y que se resumen en el desarrollo máximo de las fuerzas productivas (lo que repercute en el fortalecimiento del Estado) y la creación de una sociedad entregada al consumo de bienes materiales. No olvidemos que el marxismo pretende elevar a la clase obrera a las condiciones de vida material y consumo de la burguesía. Las diferencias entre liberalismo y marxismo residen únicamente en los procedimientos para lograr dichos fines, por lo que su conflicto es entre sistemas económicos técnicamente considerados. Mientras el liberalismo es partidario del mercado y de las relaciones sociales organizadas en torno a este, el marxismo, por el contrario, aboga por la dirección centralizada a cargo del Estado. En suma, se trata de dos variantes distintas del capitalismo: por un lado el capitalismo de mercado propugnado por el liberalismo, y por otro lado el capitalismo de Estado propugnado por el marxismo. Ninguno de ellos cuestiona el sistema de dominación inherente a las relaciones de explotación económica y de opresión política consustanciales a la existencia del Estado, y por lo tanto tampoco cuestionan la convivencia social forzada que esta institución impone.
El propio sistema estatista se encarga de enmarcar todo el debate político en torno a la discusión entre liberalismo y marxismo porque ninguno de ellos cuestiona el Estado, institución que ambos consideran necesaria. Pero la antítesis al sistema no se encuentra en un debate sesgado y manipulado entre más mercado o más Estado, donde las supuestas alternativas de estas ideologías consisten en la construcción de un mismo modelo de sociedad basado en el consumo de bienes materiales, que reduce al ser humano a la condición de mero consumidor. Ambas ideologías comparten una común concepción burguesa de la vida en la que la principal aspiración es la consecución de unas condiciones de vida material y consumo iguales en el marco de un Estado hiperpoderoso. Sin embargo, la verdadera antítesis al sistema es aquel proyecto transformador que tenga como fin último la creación de una sociedad de la libertad en la que las personas, individual y colectivamente, sean dueñas de sí mismas para escoger sus propias metas existenciales. Esto significa, en definitiva, la completa destrucción del Estado y de todas las relaciones de dominación y explotación que instituye y reproduce en la sociedad de clases que le es inherente."
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