Es difícil razonar, en medio de tanta consigna en
pro del aumento de empleos en un país con un índice tan elevado de paro entre
la población activa, acerca de qué supone el salariado para aquellos que no
tienen ningún otro medio de subsistencia que el que le proporciona la venta de
su fuerza de trabajo. Lo primero es hacer mención a que, precisamente, vender
la fuerza de trabajo es obligatoriedad
en un mundo hipermercantilizado para
poder subsistir, esta obligatoriedad
supone de partida una pérdida de libertad, lo que constituye por sí misma causa
principal de repudio del salariado.
La pérdida de libertad no termina ahí, sin
embargo, sino que ahí comienza, pues la jornada, esto es el número de horas, de
días, de meses, etc, que el trabajador/a dedicará a ello está determinado por
quienes contratan, así como la remuneración
que se fija, los periodos de descansos, etc. Y, siempre siguiendo la
consigna de quien paga manda, a qué realización de tareas será destinado el trabajador
contratado, sobre cómo se distribuyen las tareas y el modo de efectuarlas, es prerrogativa del empleador.
Así, pues, tenemos que el hecho de tener que
optar por un empleo remunerado para obtener a cambio dinero imprescindible para
la supervivencia arrastra toda una secuencia de actos en los que la libertad,
la capacidad para tomar decisiones, es del todo anulada. Más anulado aún, más
tedioso, y por tanto más embrutecedor, es el hecho del desempeño de tareas
rutinarias, maquinales o robotizadas.
Las largas jornadas, además, sustraen tiempo para
las otras necesidades básicas humanas, pues las que el salario remedia son sólo
las necesidades básicas primordiales, materiales: alimentación, vestido, vivienda... ¿Pero qué
hay de las otras necesidades básicas? relacionarnos
entre nosotros: familia, amigos, en relaciones horizontales de convivencialidad genuina, y no en un mero
"estar amontonados" como en los transportes públicos o los centros
comerciales. ¿Qué hay de la vida del espíritu? ¿Acabada una larga jornada
tenemos aliento para plantearnos hacer algo artístico, nos ocuparemos, quizá,
en la meditación de un tema filosófico, nos embarcaremos en una lectura de tema
científico, nos desempeñaremos en una partitura musical, nos vamos,
acaso, a dar un largo paseo por el campo o, derrumbándonos en el sofá, optaremos por la
evasión más fácil, la de encender el televisor, donde, por cierto,
encontraremos nuevas necesidades materiales y "emocionales" para
abastecer y que supondrán la necesidad de un aumento de trabajo remunerado?
Que el trabajo remunerado hoy sea indispensable
para la subsistencia ni lo hace
benéfico ni lo hace deseable para quienes se ven en la obligación de
desempeñarlo, otrosí para quienes
emplean, para quienes están al timón del sistema, para quienes deciden cómo
hemos de desempeñar nuestras vidas quienes no hemos nacido con el sello de
clase o de fortuna, es decir, la inmensa mayoría -que somos dirigidos, esto es
dominados- por la escueta minoría.
Se podrá oponer la objeción básica y principal,
si no trabajamos los trabajadores, qué
sería de "todo", cómo funcionaría el sistema, no se produciría, ni se
abastecerían los mercados, el mundo ya no sería el mundo que conocemos. Y aquí
viene la gran pregunta ¿queremos que el mundo siga siendo el que es? ¿Podrá
seguir siéndolo por mucho tiempo? La
crisis ecológica viene marcando el paso cada vez más estrecho a un futuro poco
halagüeño, pero con ser primordial la recuperación de los ecosistemas en el
planeta, y por sí mismo razón suficiente para detener la hiperproducción y el expolio de recursos
naturales, hablábamos de no trabajar más por dinero y no nos queremos desviar
del tema, dejamos apuntado el colapso ecológico y volveremos luego sobre él.
Bien, la abolición del salariado, de la
esclavitud de hoy que perdura ya varios siglos, tiene que hacerse por
que en sí
misma es una aberración y que nos hayamos acostumbrado a ella no la hace
benigna,
es como si todos nos hubiéramos acostumbrado a hacer el amor por dinero y
ya no
existiera el amor por sí mismo, por don y deseo de entrega (adviértase
la
antonimia entre amor y dinero). Se nos dirá que entonces, si nadie
trabaja,
cómo serán satisfechas las necesidades básicas de la población. Es obvio
que
realizar tareas y trabajos para la subsistencia
material será en todo caso una necesidad por ello hay que sustituir el
salariado por un sistema cualitativamente diferente, donde no haya
explotadores ni explotados, sino trabajadores libremente asociados que
no
persigan un salario sino el bien de la comunidad. Esto exige,
obviamente, un
cambio de mentalidad, que procurar la prosperidad material deje de estar
“bien
visto” y pase a ser un asunto vergonzoso, que trabajar por dinero sea
tan
antonímico como amar por dinero. Ello, es verdad, exigiría la supresión
del
capitalismo, no sólo el desmantelamiento de la industria y el casino de
las
finanzas sino de ese capitalismo tan poderosamente adherido a nuestras
mentes
que nos hace no desear otra cosa que extinguirnos
en el hiperconsumo y la hiperexplotación -sea ésta de recursos o de
personas-, por esa tarea primordial hay que comenzar, por cambiarnos a
nosotros
mismos, por autoconstruirnos una nueva
medida de lo humano, que esa medida de lo humano venga de unos valores y
una
ética de la frugalidad frente a consumo, de la cooperación frente a la
competitividad, de la convivencialidad
frente a la desintegración y atomización social, de la prevalencia de lo
espiritual frente a lo
material. ¿Imposible? Merece la pena intentarlo. Sobre todo cuando los
índices ecológicos nos dicen que el planeta no dará mucho más de sí de
seguir
por donde lo llevan los amos de ese mundo que, si bien colaboramos los
asalariados y consumidores en construir,
no es un mundo hecho a escala humana.
Dejemos, pues, de cooperar con quienes
nos sojuzgan y cooperemos entre iguales, presentemos batalla contra quienes nos
obligan al yugo del trabajo y nos venden el consumo como el terrón de azúcar a
las bestias de carga. Desvistámonos de
todas esas capas de necesidades que nos crea el sistema mediante su adoctrinamiento y digamos basta, y sobre todo,
seamos capaces de constituirnos a nosotros mismos como individuos aún netamente
humanos –reflexivos, creativos- y como seres decididamente
sociables. Cuando las necesidades afectivas están resueltas la tentación del
consumo es menor o incluso nulo, lo saben bien las industrias de la explotación
que bien pagan a las de la conciencia para vendernos “emociones” prefabricadas
por la publicidad. Lo saben bien las “administraciones” -esto es esa oligarquía
de poder que constituyen los estados- para vendernos “bienestar” mediante el
expolio de los impuestos, lo saben bien las agencias aseguradoras que, como la
banca, siempre ganan. Aunque somos nosotros quienes debemos aceptar que la vida
humana es incertidumbre y que ella sólo viene mitigada por los lazos afectivos,
por el impulso creador, por los arraigos culturales entendidos como conocimiento
de las generaciones antecedentes y por el deseo de transcender en las
generaciones del porvenir.
Fuente: http://pensandolalibertadhoy.blogspot.com.es/
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