lunes, 29 de octubre de 2018

Una crisis sin fin.





Lamentablemente el panaroma político-social-económico no es nada esperanzador. Las medidas tomadas por los gobiernos de turno están socavando cada vez más las desigualdades de la sociedad que impotente ante la gestión de los gobernantes queda a merced de sus prácticas erróneas cuando no directamente corruptas. Sin duda estamos inmersos en un circulo vicioso del que no podemos salir.

La demanda de caras nuevas en el teatro político para intentar ganar el voto y la confianza de los ciudadanos y así darle un aire renovador a la política oficial queda subordinada por factores que escapan a la soberanía del país al ser dependiente en la imensa mayoría de éstos de Estados más poderosos que implementan políticas de carácter internacional en su gestión económica afectando de esta manera a los Estados más débiles que deben de ceder a las presiones de las instituciones como el FMI y el Banco Muncial (apéndices de los Estados con mayor influencia económica) para no empobrecerse todavía más.

En este contexto de lucha por la hegemonía mundial los Estados interdependientes (fuertes) y dependientes (débiles) deben de competir por una mayor cuota de mercado a través de las multinacionales y la gran banca si no quieren quedar fuera de la arena internacional de desarrollo y progreso técnico y tecnologico.

Por otro lado también cabe destacar que los políticos actuales siempre tendrán razones y motivos para exculparse, denunciando la corruptela generalizada de los partidos políticos contrarios (por ejemplo PP-PSOE) o como hace poco escuché decir a cierta alcadesa de tildar la forma de gobierno actual de "democracia imperfecta" para justificarse antes los desmanes e injusticias del sistema.

En este contexto no puede haber orden en el caos como pretenden los gobernantes actuales. Garantizar un cierto "orden" dentro del sistema capitalista siempre estará a expensas de los abusos que cometa el Poder encarnado en el Estado y cuando no, de la corrupción en la que nos vemos inmersos de una manera u otra al participar en mayor o menor grado en el desarrollo y funcionamiento del Sistema.


sábado, 27 de octubre de 2018

Tecnología, desarrollismo y mal.

La sociedad tecnológica fragmenta a los individuos despojándolos de sus atributos naturales, los aisla en su esfera privada y los somete a las máquinas que han creado. La esfera pública queda reducida por el aparato tecnológico de manera que lo virtual sustituye a lo real para transformalo en una ilusión que proyecta el ser humano a cada paso que da para darle sentido a su existencia.

La sociedad capitalista banaliza el mal y lo convierte en espectáculo a través de los medios de comunicación para el consumo de las masas. De manera que las injusticias que se cometen se perpetúan con la complicidad de la misma.

El mercantilismo transformó al ser humano, degradándolo y sometiéndolo al servicio del Capital. Una vez cosificado se invadió su espíritu y la propaganda le asignó una imagen (falsa conciencia individual) a través del fetichismo de la mercancía y del dinero para adaptarlo a la gran máquina creada por el aparato tecnológico.

domingo, 21 de octubre de 2018

El individuo de la sociedad de consumo - Heleno Saña.




Para mí, el desprecio o indiferencia que el individuo de la sociedad de consumo siente por los valores espirituales es la causa principal del callejón sin salida en que se encuentra el mundo en todos los aspectos esenciales, incluída la problemática económico-financiera que hoy tanto alarma y preocupa al hombre. Epicteto señalaba con plena razón que “ocuparse continuamente del cuerpo constituye un signo de probreza espiritual”. Sin saberlo, el gran estoico estaba exponiendo no solo una tesis de vigencia general, sino anticipando también lo que constituiría uno de los rasgos centrales de la sociedad de consumo del siglo XX, y de principios del XXI, a saber, el culto fetichista que el individuo medio rinde a los ejercicios físicos, al body bulding, a la cirujía estética y a la fittness somática en general y su desinterés por la cultura del alma a la que la Antigüedad clásica adjudicaba tanta importancia. Pero también el entusiasmo desorbitado que despiertan los profesionales del deporte denota el papel preeminente que el mundo del músculo desempeña en la sociedad saturada de hoy. Los nuevos ídolos y héroes de la sociedad no son, como en otros tiempos, quienes hacen algo útil o sublime por la humanidad, sino los que más eficacia demuestran a la hora de batir récords, ganar competiciones y acumular medallas y trofeos, sea brillando en los campos de fútbol, ganando carreras de coches o corriendo por las pistas de atletismo. Es como en la vieja Roma del panem et circenses, con la única diferencia de que los gladiadores de entonces son hoy los futbolistas, atletas y demás héroes deportivos al uso. Léon Bloy supo captar hace ya un siglo lo que el culto al deporte significaba: “Creo firmemente que el deporte es el medio más seguro de producir una generación de tarados y cretinos nefastos”. La gratificación infantilista a los bíceps y la destreza física va unida, por añadidura y por desgracia, a la exaltación de la juventud y el desprecio a las personas mayores, versión burguesa del culto irracional que el fascismo rendía a la fuerza biológica. Lo que Anais Nin consignaba a principios de la década del 40 sobre Norteamérica ha pasado a convertirse en un fenómeno planetario: “América es un país que no ama más que a la juventud y a la inmadurez”.

Es evidente que una civilización que concede tanta importancia a los bienes físicos y materiales es escasamente apta para comprender lo que significa la cultura espiritual y está destinada, por ello, a engendrar un tipo de individuo inclinado a confundir el sentido de la vida con los eslógans y lugares comunes difundidos por los administradores del poder, los grupos de presión, los profesionales de la publicidad, el marketing y las relaciones públicas y los medios de comunicación de masas. Eso explica que la existencia del individuo medio sea hoy un producto de lo que Vance Pacard llamaba hidden persuaders y Jean Braudillard “la tiranía total de la moda”. No deja de ser paradójico que el mismo individuo que tan ufano de su libertad y de su capacidad para afirmar su ego frente a los demás se deje arrebatar tan fácilmente su soberanía propia y acepte ser degradado a mero pelele de la ideología de mercado hoy dominante, una ideología cuya finalidad consiste precisamente en hacer posible la instrumentalización total del ser humano.

La cruzada antimetafísica surge con la pretensión de liberar al hombre de quimeras idealistas como el platonismo y sus sucesores, pero lo que realmente consigue es destotalizar al sujeto y reducirlo a una parte de su identidad. De ahí que la cosmovisión antimetafísica vaya unida a la dessubjetivización del hombre, o lo que es lo mismo, a su subordinación a un imperativo estructural superior a su autoconciencia y su voluntad. Ello significa en último término un empobrecimiento de su condición ontológica, un atentado contra su tendencia genética a la ensoñación y la trascendencia. Los antiguos dictados de la religión o la ética son sustituídos por los dictados del código semántico, la lógica formal, la filosofía analítica, los ejercicios hermenéuticos y la ciencia. De lo que en último término se trata es de que el hombre deje de pensar libremente y quede sometido a la camisa de fuerza de lo que el pensamiento antimetafísico en sus diversas acepciones declara como verdad única. Creer en Dios, en determinados valores eternos o en la autonomía personal constituye un anacronismo incompatible con los resultados infalibles de las ciencias naturales y exactas, la teoría del lenguaje, el estructuralismo, el psicoanálisis o la realidad biológica. No puede sorprender, por ello, que en una de sus cartas a Horkheimer, Adorno definiera el neopositivismo como “la prohibición de pensar” y como una “fetichización de los métodos científicos”.

Lo que la verdad significa pasa, pues, a ser un monopolio de los expertos y especialistas. Quien no tenga acceso a estos conocimientos “superiores” está condenado a vivir en plena ignorancia y sin saber lo que es su verdadera condición. Éste es, en efecto, el corolario que hay que extraer del elitismo epistémico de la nueva intelligentsia. Atreverse a buscar el sentido de la vida propia y de la humanidad en general por otros conductos como el amor al bien, el altruísmo social o la fe religiosa constituye una empresa carente de todo sentido. De ahí que la tarea central de las corrientes del pensamiento antihumanista y postmodernista haya constituído en “destruir” (Heidegger) o “deconstruir” (Derrida) toda la herencia espiritual y ética de la humanidad y sustituirla por una visión de hombre y del mundo basada en sucedáneos de tipo cientificista y tecnocéntrico. Consituye consciente o inconscientemente una invocación al conformismo y a la negación de “la nostalgia de lo completamente distinto” postulada por Max Horkheimer como reacción coherente frente al dominio de la razón instrumental y del irracionalismo del aquí y el ahora.

El mito más extendido de la hora actual es la fetichización del éxito como nueva versión del summum bonum, un fenómeno lógico en un modelo de civilización dominado por el culto burgués a la competencia, a la guerra hobbesiana de todos contra todos, al individualismo posesivo y al afán de botín. En su acepción más vulgar y corriente, el mito hoy predominante significa la posesión y uso de los productos y cachivaches técnicos fabricados y renovados constantemente por los consorcios industriales. La fiebre consumista se ha apoderado totalmente de la vida cotidiana y expulsado de ella modos de ser y de pensar procedentes de épocas menos materialistas que la nuestra, entre ellos la praxis religiosa o la lucha por la utopía social o política, actitudes sustituídas hoy por el más ramplón de los hedonismos. Se trata, pues, de un modelo de autorrealización carente de toda trascendencia cualitativa, y, por tanto, prisionero de la propia inmanencia de la facticidad reinante aquí y ahora.

Extraído de: Heleno Saña. “El camino del bien. Respuesta a un mundo deshumanizado”. Fundación Salvador Seguí Ediciones (CGT), Madrid 2013.


sábado, 13 de octubre de 2018

Todos contra todos.

Se podría decir que el hombre moderno ha cercenado las relaciones con el prójimo al ámbito de las apariencias y formalidades, y las ha sustituido por las relaciones con la máquina, de manera que los conflictos de anteriores épocas (como la lucha de clases) quedan minimizados por la eterna lucha por la supervivencia.
La clase gobernada (llámese si se quiere pueblo) ya no se reconoce como tal y queda fragmentada en un guerra de todos contra todos. La vía aséptica de las relaciones con la máquina ofrece al hombre moderno la posibilidad de escapar por momentos del sufrimiento e infelicidad que provoca el sistema deshumanizado y totalitario que ha creado a imagen y semejanza debido al miedo a la libertad, a la veneración por la autoridad (los líderes e intelectuales de todo pelaje), y al odio hacia el prójimo y finalmente a sí mismo.

lunes, 1 de octubre de 2018

Liberalismo y marxismo: Dos caras de la misma moneda - Esteban Vidal

Efectivamente, el Estado (llámase socialista o liberal) es la primera institución interesada en recaudar fondos a través de los impuestos, por eso motivo promulga leyes a favor de las multinacionales y la gran banca. Ejemplo; una multinacional dedicada a la fabricación de coches será la primera interesada en vender sus mercancías y con ella también las petroleras con el carburante, sin embargo, el Estado podrá aumentar sus ingresos con los impuestos de los carburantes (el 50% aproximadamente). Esto significa que aparte de los impuestos de circulación y demás el Estado recauda cada vez que repuestas la mitad de lo que pagas por el carburante. El negocio sin duda es redondo, por parte del Estado, de las empresas automovilísticas y petroleras. Esto es el Capitalismo.





"Actualmente todavía persiste una idea muy equivocada acerca de la relación entre economía y política, de tal modo que la segunda es considerada una derivación de la primera, una especie de epifenómeno que es reducido a categorías económicas y en último término dinerarias. La imagen que desde esa perspectiva es dibujada representa el juego político como un mundo dominado por mercados, empresas y bancos que operan a escala mundial y que dan órdenes a los Estados y sus respectivos gobiernos. La economía, entonces, es soberana y con ella los actores antes mencionados al ser los que en teoría la controlan. De todo esto se deduce que el Estado no es otra cosa que una institución que se encarga exclusivamente de velar por los intereses de los empresarios y banqueros, y que el capitalismo como tal se explica únicamente como un sistema socioeconómico cuya única y principal finalidad es la acumulación ilimitada de riquezas por dicha minoría social. El Estado únicamente se ocupa de proteger a dicha minoría para garantizar ese proceso de acumulación, y nada más. Se trata de una perspectiva del Estado y de la relación economía-política que es al mismo tiempo muy liberal y muy marxista.
Pero lo cierto es que las cosas no funcionan como las ideologías, sobre todo algunas ideologías, pretenden. La economía no es ni mucho menos una realidad central y soberana, sino que por el contrario ocupa un lugar subordinado a factores extraeconómicos dentro de un orden más amplio, lo que la convierte en un instrumento y no en un fin en sí mismo. Más bien son determinadas ideologías las que confieren a la economía un papel central en la vida social y política, lo que hace que representen el mundo de un modo en el que lo importante es el dinero, el desarrollo y el crecimiento económicos. Ideologías que, en definitiva, manejan una escala de valores en la que el dinero es un bien supremo porque tienen una concepción burguesa del mundo en la que todo se reduce a dinero y cifras económicas. Como consecuencia de esto todos los esfuerzos convergen en el logro del máximo desarrollo de las fuerzas productivas para conseguir, a su vez, el acaparamiento ilimitado de riquezas como parte de esa obsesión burguesa y decadente de acumular posesiones materiales. El Estado simplemente es el marco general dirigido a hacer posible esa utopía burguesa que es la construcción de una sociedad de consumo máximo e infinitos goces materiales.
Sin embargo, los hechos son muy tozudos y manifiestan una realidad bien distinta de la que las ideologías representan con sus discursos. Así, por ejemplo, cabe destacar una serie de cuestiones decisivas para comprender la posición real que ocupa la economía capitalista en la vida social y política de un país. La primera de todas ellas es que las empresas y bancos dependen del Estado. Sin su protección en la forma de leyes y aparatos represivos del Estado que garantizan la propiedad privada y consecuentemente la acumulación de beneficios no son nada. Sin policía, tribunales, cárceles, burocracia, leyes, etc., el capitalismo no funciona porque su orden social y la estructura de intereses dominante se viene abajo, pues los medios coercitivos son los que fuerzan a la población a someterse a dicho orden social y a trabajar de acuerdo a la forma capitalista de producción. De lo que se deduce que si el capitalismo depende del Estado es imposible que dé órdenes a este último. Asimismo, no es posible el capitalismo sin Estado de igual forma que el Estado es muy anterior al capitalismo. El Estado es, pues, una institución autónoma, por lo que no recibe órdenes sino que las da.
El Estado crea y desarrolla el capitalismo al instituir el interés individual como factor de desarrollo social y económico que moviliza los recursos disponibles en un país. De aquí se deriva el interés del Estado en proteger y favorecer el capitalismo, pues constituye una forma de producción que, al estar impulsada por la búsqueda del máximo beneficio y la acumulación ilimitada de riquezas, provoca el crecimiento económico, lo que se traduce, a su vez, en un aumento de la base tributaria que incrementa drástica y significativamente los ingresos del Estado. El desarrollo de medios de dominación más grandes y caros exige una creciente extracción de recursos en la sociedad, de manera que la forma capitalista de producción es la que, al estar movida por el interés individual, genera el crecimiento y desarrollo económico que permite al Estado costear sus instrumentos de dominación. Por tanto, el Estado protege al capitalismo y a la clase capitalista porque le resulta muy conveniente, y no porque reciba órdenes de estos últimos. Por decirlo de alguna manera el Estado se sirve del capitalismo para conseguir sus propios objetivos, que son garantizar su supervivencia y proteger sus intereses tanto a nivel interno como en el plano internacional.
Por otro lado no hay que olvidar que el Estado, para valerse del capitalismo en la producción de la riqueza de la que se nutre para sostenerse, se encarga de dirigir la economía por medio de leyes, impuestos, organismos supervisores, subvenciones, etc., con las que favorece sus intereses estratégicos. Pero a esto cabe sumar, igualmente, todas las iniciativas que lleva a cabo en el terreno empresarial con sus propias firmas en ámbitos económicos de lo más diversos, sin olvidar, también, el gasto económico a través de sus presupuestos anuales con los que ordena y dirige el conjunto de la economía. Respecto a esto último hay que destacar que los Estados desarrollados del norte acaparan por medio del gasto aproximadamente la mitad del PIB, así como una mano de obra que no es igualada por ninguna compañía del capitalismo privado (3 millones de funcionarios en el caso español). Todo esto demuestra que el Estado es el principal poder económico en la sociedad y que en nada importante depende de las empresas privadas ni de los bancos, siendo su principal fuente de ingresos los impuestos.
Dicho todo esto concluimos que no existe capitalismo sin Estado, pues el capitalismo necesita al Estado que es el que lo protege y reproduce. Además de esto tampoco es posible un anticapitalismo que no sea al mismo tiempo anti-Estado, pues en caso contrario no es sino capitalismo de Estado en contraposición al denominado capitalismo de mercado propugnado por el liberalismo. Esto nos demuestra varias cosas. La primera que el liberalismo y el marxismo son dos caras de la misma moneda. Ambos comparten las mismas metas sobre las que hacen converger todos sus esfuerzos, y que se resumen en el desarrollo máximo de las fuerzas productivas (lo que repercute en el fortalecimiento del Estado) y la creación de una sociedad entregada al consumo de bienes materiales. No olvidemos que el marxismo pretende elevar a la clase obrera a las condiciones de vida material y consumo de la burguesía. Las diferencias entre liberalismo y marxismo residen únicamente en los procedimientos para lograr dichos fines, por lo que su conflicto es entre sistemas económicos técnicamente considerados. Mientras el liberalismo es partidario del mercado y de las relaciones sociales organizadas en torno a este, el marxismo, por el contrario, aboga por la dirección centralizada a cargo del Estado. En suma, se trata de dos variantes distintas del capitalismo: por un lado el capitalismo de mercado propugnado por el liberalismo, y por otro lado el capitalismo de Estado propugnado por el marxismo. Ninguno de ellos cuestiona el sistema de dominación inherente a las relaciones de explotación económica y de opresión política consustanciales a la existencia del Estado, y por lo tanto tampoco cuestionan la convivencia social forzada que esta institución impone.
El propio sistema estatista se encarga de enmarcar todo el debate político en torno a la discusión entre liberalismo y marxismo porque ninguno de ellos cuestiona el Estado, institución que ambos consideran necesaria. Pero la antítesis al sistema no se encuentra en un debate sesgado y manipulado entre más mercado o más Estado, donde las supuestas alternativas de estas ideologías consisten en la construcción de un mismo modelo de sociedad basado en el consumo de bienes materiales, que reduce al ser humano a la condición de mero consumidor. Ambas ideologías comparten una común concepción burguesa de la vida en la que la principal aspiración es la consecución de unas condiciones de vida material y consumo iguales en el marco de un Estado hiperpoderoso. Sin embargo, la verdadera antítesis al sistema es aquel proyecto transformador que tenga como fin último la creación de una sociedad de la libertad en la que las personas, individual y colectivamente, sean dueñas de sí mismas para escoger sus propias metas existenciales. Esto significa, en definitiva, la completa destrucción del Estado y de todas las relaciones de dominación y explotación que instituye y reproduce en la sociedad de clases que le es inherente."