martes, 24 de octubre de 2017

Ni Estado, ni nación, ni derecho a la autodeterminación - Agustín Guillamón

La naturaleza corrupta del Estado ordena el caos social. El orden sólo puede estar legitimado por las leyes que emanan de las instituciones del Estado, por lo tanto éste es creador de orden. No puede haber orden sin Estado. El Estado se sacraliza y se funde con el cuerpo social formando el país. El Estado-nación adquiere poderes absolutos. La sociedad se vuelve totalitaria. No hay contradicción ya entre sociedad y Estado.
Toda teoría es gris y sólo es verde el árbol de doradas frutas que es la vida
 Goethe
1. La teoría
1.1. El Estado es la ORGANIZACIÓN del dominio político, de la coacción permanente y de la explotación económica del proletariado por el capital.
El moderno y actual concepto de Estado surge con la aparición histórica del sistema de producción capitalista. Es la organización política adecuada al capitalismo. La proyección de este concepto a las antiguas civilizaciones es una anacronismo infértil y confuso.
En la sociedad feudal la soberanía era entendida como una relación jerárquica entre una pluralidad de poderes. El poder del Rey se fundamentaba en la fidelidad de otros poderes señoriales y los poderes del Rey eran venales, esto, es, podían venderse o cederse a la nobleza: la administración de la justicia, el reclutamiento del ejército, la recaudación de los impuestos, los obispados, etcétera, podían ser vendidos al mejor postor o adjudicados en una compleja red de favores y privilegios. La soberanía residía en una pluralidad de poderes, que podían subordinarse o competir entre sí.
El Estado, en la sociedad capitalista, convierte la soberanía en un monopolio: el Estado es el único poder político del país. El Estado detenta el monopolio del poder político, y en consecuencia pretende el monopolio de la violencia, la definición de legalidad y la administración de la justicia. Cualquier desafío a ese monopolio de la violencia se considera como delincuencia, y atenta contra las leyes y el orden capitalistas, y por lo tanto es perseguido, castigado y aniquilado.
En la sociedad feudal las relaciones sociales estaban basadas en la dependencia personal y el privilegio. En la sociedad capitalista las relaciones sociales sólo pueden darse entre individuos jurídicamente libres e iguales. Esta libertad e igualdad jurídicas (que no de propiedad) son indispensables para la formación y existencia de un proletariado que provea de mano de obra barata a los nuevos empresarios fabriles. El obrero ha de ser libre, también libre de toda propiedad, para poder estar disponible y preparado para alquilarse por un salario al amo de la fábrica. Ha de ser libre y carecer de toda dependencia de la tierra que labraba, y de todo sustento o propiedad, para ser expulsado por el hambre, la pauperización y la miseria hacia las nuevas concentraciones industriales donde pueda vender la única mercancía que posee: sus brazos, esto es, su fuerza de trabajo.
A estas nuevas relaciones sociales, propias del capitalismo, les corresponde una nueva organización política, distinta de la feudal: un Estado que monopoliza todas las relaciones políticas. En el capitalismo todos los individuos son libres e iguales (jurídicamente) y nadie guarda ninguna dependencia política respecto al antiguo señor feudal o al nuevo amo de la fábrica. Todas las relaciones políticas son monopolizadas por el Estado.
En los modos de producción precapitalistas las relaciones de producción eran también relaciones de dominación. El esclavo era propiedad de su amo, el siervo estaba ligado a la tierra que trabajaba o dependía de un señor. Esa dependencia ha desaparecido en el capitalismo. El Estado es pues producto de las relaciones de producción capitalistas. El Estado es la forma de organización específica del poder político en las sociedades capitalistas. Existe una separación radical entre la esfera económica, la social y la política.
El Estado monopoliza el poder, la violencia y las relaciones políticas entre los individuos en las sociedades en las que le modo de producción capitalista es el dominante. A diferencia de lo que sucedía con las instituciones políticas precapitalistas, el Estado NO ES UNA RELACION DE PRODUCCION. En el sistema de producción capitalista el capital no es sólo el dinero, o las fábricas, o las maquinarias, el capital es también una relación social de producción, y precisamente la que se da entre los proletarios, vendedores de su fuerza de trabajo por un salario, y los capitalistas, compradores de la mercancía “fuerza de trabajo”. El Estado debe garantizar el mantenimiento y reproducción de las condiciones que posibilitan la existencia de esas relaciones sociales de producción, esto es, la compra-venta de la mercancía fuerza de trabajo.
El Estado ha surgido recientemente, hace unos quinientos años, y desaparecerá con las relaciones de producción capitalistas. El Estado pues no es eterno, ha tenido un origen muy reciente y tendrá un fin, más o menos cercano.
La teoría política del Estado nació en la Inglaterra del siglo XVII, paralelamente a ese proceso histórico conocido como la Revolución Industrial, con Hobbes.
Hobbes no es sólo el primer teórico, desde el punto de vista cronológico, sino que toda la problemática actual sobre el Estado está ya en Hobbes (y en Locke).
Desde Platón hasta Maquiavelo la teoría política preestatal caracteriza el poder político y la comunidad como algo NATURAL, e identifica comunidad civil y comunidad política. Desde Hobbes la teoría política estatal define el Estado como un ente ARTIFICIAL, separa los conceptos de comunidad civil (sociedad civil) y comunidad política (Estado) y plantea la cuestión de la reproducción del poder político.
El Estado surge desde una contradicción, que le da origen y razón de ser, entre la defensa teórica del bien común o general y la defensa práctica del interés de una minoría. La contradicción existente entre la ilusión de defender el interés general y la defensa real de los intereses de clase de la burguesía. La razón de ser del Estado no es otra que garantizar la reproducción de las relaciones sociales de producción capitalistas. El Estado, por esta misma razón, es incapaz de superar la contradicción existente entre la defensa del interés general (e histórico) de la sociedad (y de la especie humana), que en teoría afirma defender, y los intereses inmediatos del capital y su reproducción, que en la práctica son su objetivo prioritario y exclusivo. El Estado no puede confesar su incapacidad para enfrentarse a los intereses inmediatos de reproducción del capital, ni su permanente necesidad de impulsar el ciclo de valorización, que supone agotar los recursos naturales, contaminar el planeta hasta niveles suicidas, hipotecar el porvenir de las futuras generaciones y poner en peligro la continuidad de la especie humana.
Sin embargo, el Estado, cosificado en sus instituciones, es la máscara de la sociedad, con aparienciade una fuerza externa movida por una racionalidad superior, que encarna un orden justo al que sirve como árbitro neutral. Esta fetichización del Estado PERMITE que las relaciones sociales de producción capitalistas aparezcan como meras relaciones económicas, no coactivas, al mismo tiempo que DESAPARECE el carácter opresivo de las instituciones estatales. En el mercado, trabajador y empresario aparecen como individuos libres, que realizan un intercambio “puramente” económico: el trabajador vende su fuerza de trabajo a cambio de un salario. En ese intercambio libre, “sólo” económico, ha desaparecido toda coacción, y el Estado no ha intervenido para nada: no está, ha desaparecido.
La escisión entre lo público y lo privado es una condición necesaria de las relaciones de producción capitalistas, porque sólo así APARECEN como acuerdos libres entre individuos jurídicamente libres e iguales, en las que la violencia, monopolizada por el Estado, ha desaparecido de escena. De todo esto resulta una CONTRADICCION entre el Estado COMO FETICHE, que debe ocultar su monopolio de la violencia, y la coacción permanentemente ejercida sobre el proletariado para garantizar las relaciones de producción capitalistas, esto es, de mantenimiento de las condiciones de explotación del proletariado por el capital; y el Estado COMO ORGANIZADOR DEL CONSENSO social y de la legalidad, que convoca elecciones libres, permite partidos y asociaciones obreras, legisla conquistas laborales como la asistencia sanitaria, pensiones, horarios, etcétera.
En caso de crisis el Estado capitalista desvela inmediatamente que es antes Estado capitalista que Estado nacional, de pueblos o ciudadanos. El componente coactivo del Estado, ligado a la dominación de clase, es la ESENCIA FUNDAMENTAL de éste, que aparece diáfana cuando consenso social y legitimación estatal son sacrificados en el altar de la sumisión del proletariado a la explotación del capital.
El Estado surge de esa relación contradictoria. Pretende a ocultar su papel represor, como garante de la dominación de clase mediante el monopolio de la violencia, al tiempo que quiere aparecer como organizador del consenso de la sociedad civil, que a su vez legitima al Estado como árbitro neutral. Con esto el Estado fortalece además su dominio ideológico y consigue un dominio más completo y encubierto de la sociedad civil. El Estado, por supuesto, criminaliza toda violencia política (revolucionaria o no) que escape a su monopolio.
Las instituciones fundamentales del Estado son el ejército permanente y la burocracia. Las tareas del ejército son la defensa de las fronteras territoriales frente a otros Estados, las conquistas imperialistas, para ampliar los mercados y acaparar materias primas, y sobre todo la garantía última del orden establecido frente a la subversión obrera y las insurrecciones proletarias. Las tareas de la burocracia son la administración de todas aquellas funciones que la burguesía delega en el Estado: educación, policía, salud pública, prisiones, correo, ferrocarriles, carreteras… El funcionario del Estado, desde el maestro de escuela al catedrático, del policía al ministro, del cartero al médico desempeñan funciones necesarias para la buena marcha de los negocios de la burguesía, mientras no sean un buen negocio para ésta, en cuyo caso se privatizan.
Por todas estas razones, definimos al Estado como la ORGANIZACIÓN del dominio político, de la coacción permanente y de la explotación económica del proletariado por el capital.
El Estado no es pues una máquina o instrumento que pueda utilizarse en un doble sentido: ayer para explotar al proletariado, mañana para emancipar al proletariado y oprimir a la burguesía. No es una máquina que pueda conquistarse, ni que pueda manejarse al antojo del maquinista de turno. El proletariado no puede conquistar el Estado, porque es la ORGANIZACIÓN política del capital: ha de destruirlo. Si un partido fortalece o reconstruye el Estado, o se limita a conquistar el Estado, no estamos ante una revolución proletaria, sino ante otra forma de capitalismo. El ejemplo histórico más destacado fue el capitalismo de Estado de la extinta Unión Soviética. El Estado no puede ser ABOLIDO de la noche a la mañana por un decreto “revolucionario”, o por un acuerdo social de la mayoría de la sociedad, porque es la organización política del capital y sus relaciones sociales de producción: hay que DESTRUIR esas relaciones sociales de producción y su organización política: el Estado. El Estado no puede ser parcialmente sustituido y parcialmente utilizado (como un semi-Estado obrero) por el proletariado contra el capital, en una fase de transición entre el capitalismo y el comunismo, esperando que se EXTINGA como una llama sin oxígeno, porque el Estado es la organización política del capital y garantiza las relaciones sociales de producción capitalistas. No existe una semiorganización del capital ni una semigarantía de las relaciones sociales de producción, y ya hemos dicho que la máquina Estado no puede utilizarse, ni semi-utilizarse en un doble sentido, ahora para explotar o semi-explotar al proletariado, mañana para emanciparlo o semi-emanciparlo. El Estado es la organización política total y totalitaria del capital (y de su permanente reproducción) para explotar al proletariado. El proletariado no puede usar, ni semiusar para extinguir; ni abolir, ya sea por decreto, acuerdo mutuo, o votación, el Estado: sólo puede destruirlo.
El proletariado ha de destruir el Estado porque éste es la organización política de la explotación económica del trabajo asalariado. La destrucción del Estado es el inicio de una revolución proletaria.
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1.2. El nacionalismo es una IDEOLOGÍA política y, en ocasiones, un movimiento sociopolítico. La época del nacionalismo coincidió con el Romanticismo y la Revolución liberal de finales del 18 y de la primera mitad del 19. Casi siempre coincidió con la formación de un mercado capitalista nacional: unificación de Italia y Alemania, o consolidación y expansión de los imperios francés e inglés. La burguesía catalana de la Renaixença prefirió cobijarse en el seno del Estado español y aprovecharse de la formación de su mercado nacional.
Como ideología, el nacionalismo pone a una determinada nación como el único referente identitario, dentro de una comunidad política; y parte de dos principios básicos con respecto a la relación entre la nación y el Estado: ​
1. El principio de soberanía nacional que mantiene a la nación como única base legítima para el Estado.
2. El principio de nacionalidad sostiene que cada nación debe formar su propio Estado y que las fronteras del Estado deberían coincidir con las de la nación. De ahí se derivan conceptos tan recurrentes como el de España como nación de naciones, o el que define a Cataluña como una nación sin Estado.

El término nacionalismo se aplica tanto a las doctrinas políticas como a los movimientos, esto es, a las acciones colectivas tendentes a lograr las reclamaciones independentistas. En ocasiones, también se llama nacionalismo al sentimiento de pertenencia a una colectividad, considerada como la propia nación, algo en principio identificable con el patriotismo.
​ En el siglo XX se produjo una renovación racista y/o clasista del nacionalismo, en el periodo de entreguerras, vinculado al fascismo o al nazismo. Después de la Segunda guerra mundial, el nacionalismo se vinculó al proceso de descolonización, al antiimperialismo y al tercermundismo, cuando surgieron numerosos grupos denominadosMovimiento de Liberación Nacional.             
Un británico, un francés o un italiano medios no tiene hoy problemas de identificación con su propia patria, ni de aceptación o adhesión a los símbolos nacionales esenciales: bandera, régimen, mitos nacionales, historia…
La relación de un francés o un británico con la democracia es la de un ciudadano; la del español es la de súbdito. El ciudadano francés valora y apela a los valores republicanos y el británico a la monarquía y el parlamento.
Nada semejante entre los españoles: ¿por qué? Porque en España hubo una guerra civil en 1936-1939 en la que el ejército que izó la bandera monárquica venció a su propio pueblo, practicando un exterminio selectivo y masivo de la “otra” ciudadanía, esto es, de la ciudadanía republicana. Las barbaries cometidas por el ejército español y el partido único, Falange, contra su propio pueblo, y la infame represión del Estado franquista contra las libertades y derechos democráticos de sus súbditos, vencidos y esclavos, no tienen parangón en la historia europea contemporánea.
Y no se ha pedido perdón, y no se han juzgado nunca los crímenes del franquismo. ¿Cómo pueden identificarse los españoles descendientes de los represaliados y exiliados republicanos con la bandera bicolor o el himno franquista? ¡Y no basta con cambiar el escudo! Con un partido en el gobierno como el podrido, autoritario y desprestigiado PP, que exalta y se siente sucesor del franquismo, cómo ha de identificarse nadie con ese Estado, excepto los descendientes y beneficiarios de los vencedores de la guerra, los meseteños, sometidos a la desertización del centro peninsular, la extrema derecha y los fascistas.
Aquí hubo una sangrienta guerra civil y sus heridas no se han cerrado. Se quiera, o no, la desafección a ese Estado y a esa herencia franquista y autoritaria es insuperable para muchos españoles y para la casi totalidad de los catalanes. Y la impunidad de la extensa, profunda y arraigada corrupción que abarca el entramado de los partidos políticos del actual régimen monárquico afianzan esa desconfianza del español común hacia su parlamento, su gobierno y su Estado; esto es, hacia el régimen borbónico, herencia del franquismo.
Aquí no se ha decidido aún entre Monarquía y República. La Ruptura con el fascismo y con el franquismo sigue pendiente, pese a su urgencia. Y sigue siendo imprescindible.¡La obsoleta Falange sigue siendo una banda de matones legal, a la que se dignifica con el apelativo de partido político! ¿Imagina alguien  eso en Alemania o en Italia con los nazis o los fascistas? La Fundación Francisco Franco, financiada por el erario público, tiene como objetivo exaltar el terrorismo de Estado practicado por Franco durante 40 años. ¿Imagina alguien una Fundación Hitler o Mussolini en Alemania o en Italia?
La Transición se hizo bajo amenaza explícita del ejército franquista y de la extrema derecha de dar un golpe de Estado cruento, si los antifranquistas no entraban en vereda. El 23 F fue un botón de muestra y, a la vez, una parodia estúpida del golpe de Estado de Primo de Rivera en 1923.
La historia francesa, británica o italiana, y su actual estructura y vida políticas, no tiene los terribles condicionantes que se dan en el Estado español, como resultado de la pesada herencia franquista con la que nunca se ha roto. ¡Así nos va!
El gobierno de la Generalidad se estableció antes de la aprobación de la Constitución de 1978. Josep Tarradellas fue el único exiliado al que la Transición reconoció el cargo que ejercía en el exilio: presidente de la Generalidad de Cataluña.
La generación nacida con el postfranquismo ha perdido el miedo cerval al Estado, su policía y ejército, un terror convertido en segunda naturaleza en las generaciones anteriores.
El nacionalismo catalán goza en la Comunidad autónoma catalana de la empatía de las clases medias y de los profesionales libres, puesto que se presentan como oposición al Estado central franquista.
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1.3. El concepto político de libre autodeterminación de los pueblos deriva de la compleja y ajena, pero poderosa idea de nación, consolidada en el siglo 19 y generalizada en el siglo 20 de la mano del proceso de descolonización. El derecho a la autodeterminación también debe considerarse vinculado evolutiva y conceptualmente con la noción política de independencia, generada por la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América (en 1776) y el posterior proceso de la Guerra de Independencia Hispanoamericana (1809-1824).
Durante el siglo 19, trincheras políticas liberales como la Doctrina Monroe de 1823 (América para los americanos) y la Doctrina Drago de 1902 (la deuda pública no justifica la intervención extranjera) pusieron el acento en la ilegitimidad de las intervenciones de las potencias europeas contra las nuevas naciones independientes. Tras la Primera Guerra Mundial y la organización de la Sociedad de Naciones, el principio comenzó a adquirir relevancia, respaldado desde posturas tan diferentes como el liberalismo, el marxismo-leninismo, el socialismo y el nacionalismo.
En 1918, el presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson, fue el primero en desarrollar el principio del derecho de las naciones a la autodeterminación, en un discurso ante el Congreso que debía guiar la reconstrucción europea y evitar nuevas guerras. Era un concepto necesario para proceder al desmembramiento de los caducos y obsoletos Imperios centro-europeos después de la Gran Guerra: Imperio alemán, Imperio austrohúngaro, Imperio ruso e Imperio otomano. Tal filosofía política fue fundamental para trazar las fronteras de Europa Oriental y de los Balcanes, pese a ciertas contradicciones en su implantación práctica. Determinó el nacimiento de Checoslovaquia y Yugoslavia, y el resurgimiento de Polonia, además de importantes cambios en las fronteras como la ampliación del territorio de Rumanía y de Grecia, o bien la consolidación de un estado nacional moderno en la actual Turquía, que certificara la desaparición del Imperio otomano. No obstante, las modificaciones territoriales se acomodaron en muchos casos a tratados secretos, reclamaciones históricas o intereses económicos, políticos y geoestratégicos, y solo se celebraron doce plebiscitos, en los territorios no reclamados por las potencias vencedoras.​ El principio de autodeterminación influyó asimismo en la configuración de la Sociedad de Naciones.
También Lenin se apropió, de forma muy oportunista, del principio del derecho wilsoniano de libre autodeterminación de las naciones, entendido como derecho a la secesión, aunque subordinándolo abstractamente a la lucha de clases. Era una táctica apropiada para debilitar el imperialismo zarista. Cuando los bolcheviques alcanzaron el poder, después de la Revolución de Octubre (1917), el citado principio se proclamó oficialmente en la Declaración de Derechos de los Pueblos de Rusia (noviembre de 1917). Los soviéticos reconocieron además la independencia de Finlandia. Fue Stalin quien se especializó en el tema de las nacionalidades y fue Stalin quien profundizó y divulgó el principio de autodeterminación de los pueblos. Fue una conquista estaliniana.
La Constitución de 1924 de la Unión Soviética fue la primera en el mundo que reconoció (teóricamente, aunque no en la práctica) este derecho para sus repúblicas, aunque no para las regiones autónomas.
A principios del siglo 20 el principio de autodeterminación comenzó a adquirir una creciente notoriedad. Pese a todo ello, el poder que aún mantenían las potencias coloniales europeas consiguió que se le negara todo valor jurídico.
Después de la Segunda Guerra Mundial, la libre determinación de las naciones se convirtió en un principio jurídico de Derecho internacional. Muchas restricciones al principio de autodeterminación se derrumbaron al fundarse las Naciones Unidas (ONU). La Carta de la ONU fue firmada el 26 de junio de 1945. Reconocía en su primer artículo el principio de “libre determinación de los pueblos”, junto al de la “igualdad de derechos”, como base del orden internacional, inspirando el tratamiento que pronto iba a darse a los territorios coloniales.
Las potencias más poderosas admitieron “el principio de que los intereses de los habitantes de esos territorios están por encima de todo”, pero se fijaba como objetivo el autogobierno y no la independencia. Por otra parte, apenas existía control alguno sobre los Estados, salvo el deber de informar al Secretario General de la ONU sobre las condiciones “económicas, sociales y educativas” de los pueblos colonizados.
El propósito general de este régimen era permitir que las colonias existentes antes de la Segunda Guerra Mundial decidieran su futuro: la mayoría de los pueblos del mundo estaban sujetos en este momento al colonialismo y se les negaba de hecho la autodeterminación. No obstante, en la Conferencia de San Francisco no se consideró la abolición inmediata del régimen colonial ni se eliminó la ambigüedad que revestía el principio de libre determinación. Fue la fuerza de los acontecimientos el que consolidó una interpretación que supuso un giro radical en el seno de la sociedad internacional. No tardaron en surgir movimientos y guerras de liberación nacional en Asia y África. En primer lugar, la inesperada independencia de la India en 1947, luego con la declaración de independencia de Vietnam frente a Francia, en 1954, que provocó la Guerra de Indochina.
Las resoluciones de la Asamblea General de las Naciones Unidas fueron fundamentales en el desarrollo del derecho a la libre autodeterminación. En 1960, los Estados africanos y asiáticos, que habían conseguido recientemente su independencia desde 1945, impusieron su mayoría sobre las potencias coloniales en el seno de la Asamblea general de la ONU. El 14 de diciembre de 1960, la Asamblea aprobó  una Declaración sobre la concesión de la independencia a los países y pueblos coloniales, conocida como "Carta Magna de la descolonización", sin votos en contra, pero con la abstención de nueve países, entre los que se encontraban las principales potencias coloniales. La declaración condenó el colonialismo y declaró que todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación, derecho que se ejercería a través de la consulta a la población, mediante referéndum o plebiscito.
Tal proclamación produjo gran controversia. Existía una colisión entre los intereses de las potencias coloniales y los países del Tercer Mundo, a la que se sumó la tensión entre el derecho de autodeterminación de los pueblos y la integridad territorial de los Estados. La resolución 1514 afirmaba que todo intento de quebrantar la unidad nacional era incompatible con la Carta de las Naciones Unidas, por lo que resultó necesario establecer cómo se compatibilizaban los dos principios. La cuestión fundamental fue la identificación de las entidades legitimadas para invocar el derecho a la autodeterminación.
Al día siguiente se proclamó la resolución 1541 de 15 de diciembre de 1960, que profundizaba en estas cuestiones. Manteniendo que es indispensable que la población autóctona exprese su voluntad libremente, se matizó que esta voluntad no siempre tenía que llevar a la constitución de un nuevo Estado soberano. El ejercicio del derecho de autodeterminación podría llevar a la independencia, a la libre asociación o a la integración en otro Estado. Además, la resolución 1541 concretaba qué pueblos son titulares del derecho de libre determinación, en función de dos criterios básicos: la existencia de diferencias étnicas y culturales y la separación geográfica entre la colonia y la metrópoli. Esta exigencia de separación territorial implicó que el derecho de autodeterminación solo se reconociera a los pueblos que habitaban territorios coloniales ultramarinos, excluyendo las situaciones de colonialismo interno. Pese a esta limitación, las resoluciones adoptadas dieron un nuevo impulso al proceso de descolonización que llevó a la disolución definitiva de los imperios coloniales europeos. Se generalizaron cruentas revueltas y guerras de liberación nacional en la década de los sesenta: Camerún, Argelia, Congo, Vietnam, Kenia, Angola, Tanzania, Zambia, Malawi, Uganda, Ruanda, etcétera, que terminaron en la mayoría de los casos con la derrota de las potencias europeas y que llevarían a las Naciones Unidas a acordar en 1966 los Pactos Internacionales de Derechos Humanos y a potenciar formalmente un proceso mundial de descolonización.
El concepto de autodeterminación de los pueblos es, pues, un concepto liberal y marxista-leninista, que nunca ha arraigado entre los anarquistas o anarcosindicalistas. Tal principio es absolutamente ajeno a la teoría anarquista, que propone la idea del Municipio Libre y de su solidaria federación. La defensa y asunción del derecho a la autodeterminación por parte de organizaciones que se dicen y consideran ácratas no es sólo un error; es una aberración y una incoherencia.                                                                                                                 *
Así pues:
1. El Estado es la ORGANIZACIÓN del dominio político, de la coacción permanente y de la explotación económica del proletariado por el capital.
2. El nacionalismo es una IDEOLOGÍA política y, en ocasiones, un movimiento sociopolítico, casi siempre de carácter burgués.
3. La libre autodeterminación de los pueblos es un CONCEPTO y una TÁCTICA política  propugnada por Wilson, apropiada por Lenin y aplicada en el proceso de descolonización de los años sesenta y setenta.
Ni Estado, ni nación, ni derecho a la autodeterminación. La emancipación de los trabajadores de la explotación capitalista será obra de los propios trabajadores o no será. La lucha bajo banderas ajenas, en batallas que no le son propias, sólo puede metamorfosear al proletariado en carne de cañón de la burguesía. El negro es la negación de todos los colores, esto es, de todas las banderas (incluidas las propias) y de todos los nacionalismos.
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2. En la calle
A primeros de septiembre de 2017, diferentes organizaciones de la CUP impulsaron la formación de comités de defensa del Referéndum (CDR) en diversos barrios de Barcelona y en distintas localidades catalanas. Se mostraron fundamentales en el juego del gato y el ratón entre el gobierno de Rajoy y el Govern de la Generalidad por esconder o encontrar papeletas, censos y urnas. Su primera gran acción fue la manifestación/concentración multitudinaria que organizaron el 20 de septiembre frente a la sede del Consejo de Economía, sito en Rambla de Cataluña esquina Gran Vía, para obstaculizar e impedir el registro por parte de la guardia civil de la sede de esa consejería. Finalmente fueron los mossos de escuadra quienes facilitaron la salida de la Guardia civil y de la secretaria del Juzgado. El independentismo había obtenido un enorme éxito. Las fuerzas de la policía nacional y de la guardia civil se habían visto superadas. Las fuerzas nacionalistas habían mostrado su capacidad de control del territorio.
El gobierno de Rajoy manifestó en repetidas ocasiones que no habría referéndum. Los CDR enlazaron con las AMPAs (Asociaciones de Padres y Madres de Alumnos), y a través de éstas con el rico tejido asociativo vecinal, para convertir las escuelas e institutos en colegios electorales. Muchas escuelas fueron ocupadas por las AMPAs desde la noche del sábado para evitar que fueran tomadas por las fuerzas policiales. Los padres organizaron actividades lúdicas con sus hijos, y el domingo 1 de octubre, después de votar se quedaron en los distintos colegios electorales para defender las urnas y evitar su secuestro por las fuerzas “del orden”. Los comités de defensa organizaron y distribuyeron la gente disponible para evitar que colegios sin demasiada afluencia fueran fácilmente intervenidos policialmente. Las brutales cargas policiales en numerosos colegios causaron muchos heridos, ya fueran jóvenes o mayores. Las escenas de salvajismo fueron retransmitidas en directo por radio y televisión, consiguiendo la solidaridad efectiva de personas que estaban por el no a la independencia o que no pensaban votar. Los innecesarios destrozos y desperfectos materiales en los colegios fueron percibidos como un ataque irracional contra la población. La solidaridad vecinal y la defensa de los derechos democráticos básicos convirtieron la participación electoral en un éxito. Entre el vecindario había nacido una magia especial en las relaciones sociales y personales. El Referéndum se hizo una realidad, con todas las irregularidades y deficiencias que se quiera; pero derrotaron al gobierno de Rajoy en su tajante prohibición del Referéndum. El 1 de octubre fue un éxito popular sobre el Estado y sus peores tics franquistas. Fue también un rotundo fracaso internacional del gobierno Rajoy. Además, el independentismo había conseguido ampliar su base popular y electoral.
El 3 de octubre se convocó una Huelga general y un Paro de país, en el que intervenían sindicatos minoritarios, comités de defensa, empresarios, asociaciones diversas y el Govern. Las manifestaciones/concentraciones alcanzaron cifras hasta entonces desconocidas y fueron un absoluto éxito. La brutalidad policial del gobierno Rajoy del 1 de octubre había conseguido unir en la manifestación del 3 de octubre desde independentistas hasta no independentistas, junto a indiferentes y votantes de derecha. Los destrozos en los colegios y los golpes de porra contra gente pacífica que ejercía sus derechos democráticos habían conseguido lo impensable. El 1 y el 3 de octubre son fechas imborrables que lo han modificado todo: hay un antes y un después. Los comités de defensa del Referéndum se habían convertido en comités de defensa de la República. Las asambleas que esos CDR celebran desde entonces dos o tres veces por semana son un nuevo movimiento de base abierto, en los que sin duda alguna predomina el independentismo. Pero escuchar a la gente del barrio como habla de solidaridad y de esa “magia” que impregna ahora sus vidas y las relaciones personales con sus vecinos nos está señalando que ha sucedido algo  importante, que será muy difícil vencer o torcer. Y los libertarios han desaparecido, o peor aún, se han sumado a la marea nacionalista.
Es cierto que no hay aún ninguna alternativa proletaria o revolucionaria. Sin embargo, los CDR son un nuevo movimiento que está en sus orígenes, en un inicial proceso de coordinación, y que puede derivar hacia un movimiento de masas independentista o convertirse en un movimiento popular autónomo y reivindicativo. Todo está por hacer y por decidir.
Pero no sólo se combate por la independencia. También hay un enfrentamiento contra la herencia franquista y autoritaria del Gobierno Rajoy, que se traduce en una batalla firme y pacífica por los derechos democráticos básicos de expresión, asociación, manifestación y en defensa de las libertades fundamentales, que no puede hacerse de otro modo que con su ejercicio. Aun hoy se tiene que reivindicar el derecho de las familias a enterrar los huesos de los asesinados en las cunetas durante la guerra civil. La insoportable corrupción, tanto en España como en Cataluña, es estructural. El régimen de 1978 ha caducado. Incluso desde una perspectiva capitalista, es necesaria una nueva Constitución que solucione el encaje de Cataluña en el Estado.
La negación de la realidad, el autoritarismo y la inflexibilidad del gobierno Rajoy ante la cuestión catalana, la oleada de incendios que arrasan Galicia o el motín de Murcia por las obras del AVE, muestra un deterioro catastrófico en las relaciones Estado-Sociedad, que sólo puede conducir a un traumático cambio de régimen si las multinacionales dan su visto bueno. No puede descartarse alguna masacre aleccionadora que proporcione mártires y héroes a todas las patrias en disputa, ya sea porque alguien pierda los nervios o tome la decisión de no advertir de un atentado terrorista en curso.
La no declaración de independencia del día 10 de octubre es considerada y discutida ya por muchos, en las asambleas de los CDR, como una “traición” en la que las movilizaciones populares juegan un papel de trueque para un pacto entre élites. Conocida es la táctica pactista de Artur Mas: llevar el conflicto en la calle lo más lejos posible, para mostrar al adversario la propia capacidad negociadora en la mesa.
 El 17 de octubre de 2017, con la detención de los agitadores independentistas Jordi Cuixart y Jordi Sánchez, presidentes de la Asamblea Nacional de Catalunya y de Ómnium Cultural, los independentistas y el Govern se han apresurado a señalar que vuelve a haber presos políticos en España, que sin duda servirán algún día como moneda de cambio para obtener la impunidad de los más de mil cargos del PP juzgados por corrupción, o el definitivo sobreseimiento de las causas abiertas contra Jordi Pujol, Millet y tantos otros.
Pero es falso eso de que antes no había presos políticos: ahí están los anarquistas detenidos por el caso Pandora; ahí están los ocho jóvenes detenidos (y penados con tres años de cárcel) por la protesta que rodeó el Parlamento catalán el 15 de junio de 2011, para evitar que el Govern presidido por Artur Mas votara desmesurados recortes en Sanidad y Educación. Esos sí que han sido presos políticos: ¿quién lo recuerda y nos lo recuerda? A corto plazo, parece inminente e irremediable la aplicación del artículo 155 de la Constitución y la intervención del Govern de la Generalidad por parte del Gobierno de Rajoy, así como la convocatoria de elecciones en Cataluña. Todo ello al margen de que se levante, o no, la cómica “suspensión” de la independencia
Como propone la patronal catalana todo puede terminar, a medio plazo (unos 18 meses), con una grandilocuente y gratuita declaración de Cataluña como nación, una Reforma Constitucional y un nuevo Estatuto; o si se tercia la nueva República catalana y española, con competencias catalanas más amplias en Economía/Hacienda y el blindaje en educación y cultura. También se hará posible la participación en competiciones internacionales de selecciones deportivas catalanas. Y todas estas “conquistas” se celebrarán finalmente con una Amnistía General que contente a todos los corruptos de todas las patrias en liza. República por Borbón, o borrón y cuenta nueva para el capitalismo global.
Participar en determinados movimiento sociales requiere de unas organizaciones fuertes y muy formadas, con unos sólidos e inquebrantables principios. Esa intervención ha de hacerse siempre con el propio programa y con los métodos de lucha adecuados, sin renunciar nunca a la crítica del patriotismo, de sus farsas y maniobras, así como de los objetivos mafiosos de la burguesía, sea la española o la catalana. Sin esa crítica, acerada, precisa y cojonera, se corre el riesgo de confundirse, fundirse y sumarse a las reivindicaciones nacionalistas, siempre ajenas y denigrantes, perdiendo la propia personalidad y objetivos. Estamos tocando el fondo. Los arrecifes del nacionalismo pueden hacer naufragar a muchos navegantes, si no saben superarlos o sortearlos.
El surgimiento de comités de defensa, primero del referéndum y luego de la República,como modelos organizativos de base más allá de los partidos, en los que se discute en el ágora y se toman decisiones sobre todo, es esperanzador. Ese es el difícil desafío de la tormenta que se avecina. La R de los CDR puede volver a cambiar de significado. ¡Mejor naufragar que quedarse en una inmaculada torre de marfil, como guardas de los sacrosantos, incorruptos y puros dogmas de la “infalible” doctrina! Pero si el naufragio es demasiado masivo y evidente ¿quién los rescatará?

Agustín Guillamón
Barcelona, 18 de octubre de 2017


Fuente: http://www.alasbarricadas.org/noticias/node/39091

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